Cuando era niño, sentí la llamada del mar. Estimo que no fui el único, pero sí uno de los pocos que decidió escucharla. Poco después, se presentó ese momento siempre inoportuno de decidir en qué oficio, con más o menos beneficio, vas a invertir el resto de tus días. Yo lo tenía claro: quería navegar.
Mis padres, pese a sus inquietudes y a la incertidumbre que se vislumbraba al otear horizonte, decidieron apoyarme y se desvivieron buscando escuelas de navegación. Siguiendo el consejo de un veterano marinero valenciano curtido en mil y una batallas, me presenté al examen de admisión de una escuela de las Aguas del Norte. Se situaba lejana a los cálidos Mares del Sur donde me crié, y el importe de su matrícula no iba resultaba nada económico. En cambio, era el centro más prestigioso si deseabas cultivar tu espíritu marinero, y en donde se habían formado marines, grumetes y patrones de barco a los que siempre consideré referentes.
Además, si invertía un año más de mi vida podría salir con un Doble Título que me iba a permitir dar clase de aquello que había aprendido en caso de no encontrar mi lugar en el mar. Parecía que todo eran ventajas. El único (gran) problema era mi naturaleza: siempre fui un pirata, mi estandarte era la calavera sobre un fondo negro, y en el mástil de aquel centro oteaba, grandiosa y espléndida, la bandera de la Royal Navy.
Un detalle sin importancia durante el examen de admisión, del que salí bien satisfecho. Sin embargo, cuando recibí la noticia que había sido admitido, el fantasma de la Duda se ancló en mi conciencia para no abandonarme nunca más hasta el día de hoy. Hay oportunidades que no todo el mundo tiene- me decían, tan cierto como que no siempre es fácil navegar a contracorriente, mucho menos cuando eres joven, inexperto y sin mundo a tus espaldas.
Por una vez en la vida, opté por ser pragmático e hice caso aquellos que me animaban a aceptar la oferta. «Prueba, siempre hay tiempo para echarse atrás», pensaba para convencerme. Pero para tomar cualquier decisión, lo único imprescindible es el coraje. Y no lo tenía, pues nunca antes lo había necesitado de verdad.
Llevo un lustro surcando estas aguas con el uniforme de la Royal Navy y mi balance es muy incierto, repleto de luces, pero de no menos sombras. El primer año fue satisfactorio; algunos marineros apasionados con su oficio consiguieron que me embarcara en sus clases y que rellanara con sus lecciones y consejos mi cuaderno de bitácora. Sacaban a la luz mis limitaciones, pero lejos de hundirme, salía a flote y las iba superando. Hice buenas migas con la mayor parte de los tripulantes, y las pequeñas tormentas repentinas apenas lograban tambalear mi embarcación.
En el segundo curso, las aguas vinieron más revueltas. Perdimos a buena parte de los grumetes, y solo al final pude conocer a otros nuevos que reemplazaron su impagable compañía. Lo que me hacía daño era el sentimiento de culpa por vivir en una contradicción: yo quería navegar, sentir el olor del mar, los abrasivos rayos del sol en mi piel y que la lluvia me acariciara el rostro, mientras viajaba a lugares en los que nunca había estado y conversaba en la lengua que fuera con personas de todo credo, color y condición.
En vez de eso, me encerraba para estudiar (y acto seguido olvidar) la longitud de una popa y de una proa, cuántos metros de eslora tienen todos y cada uno de los tipos de embarcación existentes y de cuántas piezas consta un timón. Cortesía de un plan de estudios nuevo pero arcaico, diseñado por no se sabe quién con no se sabe qué objetivo, pero que sigue sin agradar absolutamente a nadie.
Mi mayor motivación para no naufragar fue la ilusionante posibilidad de surcar aguas internacionales durante el curso siguiente. Me emplee a fondo con materias que nunca me interesaron, y lo conseguí. Aparentemente, mi esfuerzo acababa de ver sus frutos y obtenía un botín por ello. Mas la realidad siempre fue más prosaica: simplemente, me había limitado a huir del huracán.
Por eso mismo, a mi regreso de aquel viaje de más de un año en el que navegué a mi gusto, conocí a grandes marineros -casi todos piratas- y pude sentir la plenitud que solo encierra la inmensidad del océano, mi mundo no tardó en resquebrajarse.
Retomar mi vida anterior, en un curso en el que iba a tocar consultar demasiados mapas y cartillas de navegación y en el que íbamos a timonear más bien poco, avivó a ese viejo fantasma que siempre me había acompañado. Aunque no lo parezca, los piratas también lloramos. A solas, pero más que nadie. En un ambiente en el que se prioriza cómo de pulcro luce tu uniforme, las medallas al mérito sobre tu solapa o el acatar órdenes de un superior mientras se humilla a un subordinado, el ser diferentes nos hace estar muy solos, y el estar solos, muy diferentes.
La calavera tatuada bajo mi piel, situada en lo más profundo de mi alma, ardía hasta abrasarme: sentía necesidad de rebelarme contra todo y contra todos, y eso no lograba sino desgastarme aún más. Si algo me mantenía a flote, eran aquellos versos con los que el genial José de Espronceda homenajeó a nuestro gremio, allá por el siglo XIX:
Sentenciado estoy a muerte,
yo me río, no me abandone mi suerte.
Y al mismo que me condena colgaré de alguna antena,
quizá en su propio navío.
Y si caigo, ¿qué es la vida? Por perdida ya la di,
cuando el yugo del esclavo, como un bravo sacudí.
Este último año lo comencé sin muchas expectativas. Quería que concluyera lo antes posible. Unos pocos meses después, deseo justo lo contrario, prolongar cada instante que me queda como alumno de esta escuela de navegación, en la que otea, grandiosa y espléndida, la bandera de la Royal Navy. A pesar de que siempre me identifiqué -y lo seguiré haciendo- con la calavera sobre fondo negro. He aprendido técnicas de lucha, abordaje y sobre todo de navegación, mi verdadera y seguramente mi única vocación. Pero lo esencial nunca estuvo en mi expediente de grumete, que acabará igual que todos esos exámenes absurdos, seguramente archivados y perdidos.
Prefiero quedarme con la agradable sorpresa de haber conocido un poco mejor a la tripulación que me ha estado acompañando estos años. Remeros, pescadores, marineros de agua dulce o salada, segundos de a bordo, contramaestres, almirantes o capitanes de barco; sea cual sea vuestra vocación, sabed que contáis con el respeto y la admiración de este bucanero. También con el grato descubrimiento de que aquellos marinos a los que siempre observé con recelo, cuyo único sueño era enrolarse en la Marina Real y servir al Imperio de Su Majestad, no son la encarnación del Diablo en la Tierra. De hecho, muchos comparten conmigo la pasión por el mar y todo lo que le rodea. Espero haber sido capaz de predicar con mi ejemplo, demostrándoles que los piratas somos algo más que bandidos nómadas dedicados al rapto y al pillaje. En cualquier caso, mis prejuicios os deben una disculpa, y de todo corazón, os deseo lo mejor para vuestro viaje.
No podía terminar sin mencionar a aquellos marineros que en su momento cambiaron las turbulentas aguas de ríos, mares y océanos para cumplir con el gran servicio de enseñar a las futuras generaciones todos los secretos de este oficio tan complicado, cuestionado desde siempre, pero posiblemente, el más bonito que hasta ahora el hombre ha sido capaz de inventar. Por desgracia, he descubierto a algún que otro impostor haciéndose pasar por maestro. Mas eso no logra sino engrandecer a todos aquellos que han sacado lo mejor de mí, como profesional y sobre todo como persona, una frontera muy incierta en este mundo tan complicado, como bien afirmaban una y otra vez durante sus clases. Gracias, de verdad.
Para sintetizar todo lo aprendido, no se me ocurre nada mejor que un fragmento de El cazador de barcos, de Justin Soctt, uno de los tantos libros que nos recomendaron nada más aterrizar:
En el mar puedes hacerlo todo bien, ateniéndote a las normas, y aún así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos sabrás donde te encuentras en el momento de morir.
Puede que cinco años en la Royal Navy hayan sido demasiados para un pirata. Sea como fuere, tengo toda una vida para demostrar que han servido para algo y que soy buen marinero. Es hora de lanzarse al abordaje.