Versos libres

Crónica de un examen cualquiera

Los días de examen están marcados por un antes y un después. Antes, actúas como si solo importara la prueba; después, harás como si esta nunca hubiese tenido lugar. Supongo que es ley de vida. Como aquella tradición que, una vez en la sala y tras la consecuente distribución de los alumnos, profesores y papeles (siempre de manera arbitraria, por muy controlada que parezca) manda empezar con retraso. No recuerdo uno solo que haya comenzado a la hora prevista.

Sucede a menudo que, cuando te llega la hoja y echas el primer vistazo, no entiendes ninguna de las preguntas. Miras alrededor (y de paso también la hora) pero no, estás en el aula correcta con los compañeros que te corresponden. No es el mundo el que se ha vuelto loco, eres tú.

Sumas a continuación la puntuación, con la esperanza de que el profesor se haya equivocado y que al acertar nombre, apellidos, fecha y curso te cuente algo. No hubo suerte esta vez. Enhorabuena, has perdido cinco minutos.

De pronto, en tu cerebro se activa la máxima velocidad, pero para realizar cálculos que poco o nada tienen que ver con el examen: qué nota necesito para aprobar la asignatura, de cuánto tiempo dispongo para cada pregunta, cómo me fue en aquella práctica que contaba un 20% de la nota… y así se fueron otros cinco minutos.

Conocer es recordar, que decía Aristóteles, así que decides releer las preguntas. Crees haber visto tal nombre, fecha o dato en alguna parte del manual o de los apuntes. Y que podría estar relacionado con la idea que se te acaba de venir a la cabeza. La sueltas, no vaya a ser que se te vaya tan de súbito como llegó.

Continúas haciendo el examen al tun-tun, con un orden completamente ilógico. No empiezas por las fáciles, ni por las difíciles; ni por las largas, ni por las cortas. Tampoco por las que tienen más puntuación. Ni siquiera sabes por qué, pero da igual.

La ortografía, el estilo y la caligrafía tendrán una importancia mayor… hasta que tras agotar la mitad del tiempo disponible, te das cuenta de que no has completado siquiera medio examen. Entierras tus buenos propósitos y tus dotes literarias. Cuestión de prioridades, y que Dios nos pille confesados.

Quedan 10 minutos. Tu velocidad de escritura alcanza un ritmo estajanovista. Rellenas el papel mecánicamente. Si  te decapitaran, tu mano continuaría escribiendo por inercia durante el tiempo restante.

Concluyes. Te preguntas dónde estará aquel que terminó hace tantísimo, cuando acababas de poner tu segundo apellido. No dan premios por velocidad que se sepa. O tal vez sí. Tampoco te deja indiferente ese otro que parece traducir la Biblia del arameo al latín, y que lleva más folios que tú entre todas las materias del curso. Tampoco cuenta la cantidad. O tal vez sí.

Entregas la prueba. En ese momento odias al profe por el examen, pero lo disimulas mirándole a los ojos y despidiéndote en voz alta. Te engañas creyendo que así tal vez se acuerde de tu cara a la hora de corregir, como si eso bastara para subsanar las veces que no fuiste a clase o aquellas otras tantas en las que estabas distraído por completo. Además, tus ojeras fruto de la noche anterior despiertan de todo menos simpatía.

Pero aquí no acaba la cosa. Una vez fuera del aula, te toca escuchar a los compañeros-tertulianos. La peor calaña del gremio. Te acercas para desahogarte, con la intención de repetir los panfletarios eslóganes de «uno menos», «se hizo lo que se pudo» o «lo hecho, hecho está». Pero enseguida te abordarán con un «oye, ¿y tú qué has puesto en..?» iniciando una presentación sin power point sobre el contenido de su examen. Es inútil intentar pillarles, se acuerdan de todo. Podrían decirte incluso el interlineado y el tipo de letra que más se aproxima a su escritura. Qué extraña -y estúpida- habilidad, piensas. Ya podrían leer la mente, volverse invisibles o atravesar paredes. O al menos, por su propio bien, recordarlo todo antes del examen, no justo después. Enfin, «es que hay gente pa’ to'», como bien dijo el torero cuando le preguntaron por el oficio de filósofo.

Y con esta intrascendente reflexión concluyes con un examen cualquiera. Ahora solo deseas dormir y no hacer nada provechoso el resto de la jornada. Ya habrá tiempo de sobra para amargarse con el siguiente. Justo cuando llegue ese momento, lamentarás no haber tenido una tarde más para repasar. Qué le vamos a hacer, así son las cosas. Supongo que es ley de vida.

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